Falsificaciones en la antigüedad.

Los falsificadores y por ende las falsificaciones han existido siempre.

         El más antiguo fraude de que se tiene noticia, lo descubrió Champollion en el siglo XIX, cuando estudiaba los jeroglíficos murales egipcios, al observar modificaciones en ellos a través de raspados o de otras alteraciones, en los cuales el faraón reinante mandaba borrar todas las huellas de derrotas anteriores o bien se apropiaban de las glorias de sus colegas precedentes. Estas operaciones no sólo se descubrieron en murales sino también en monumentos conmemorativos de una primera victoria.

         Se sabe que los griegos clásicos ya tuvieron problemas con algunas raspaduras e interpolación de palabras en documentos, algunas veces meras piedras escritas, y que acudían a los augures para solucionarlos.

         Los primeros romanos también acudían a sus augures para este tipo de problemas.

         Fueron los romanos los primeros que contemplaron la necesidad de la protección jurídica de los documentos con respecto a las falsificaciones. Esto implica que la primera referencia histórica a este respecto se encuentra en el Derecho Romano en la “Lex Cornelia de Falsis” del año 78 aJc., relativa a la garantía de los testamentos, sonde existen disposiciones expresas sobre los signos de alteración (“signum adulterium” D-28,1).

Dentro de esta misma Lex Cornelia, la falsificación de documentos estaba considerada como “gravius et detestabilius homicidio et beneficio”.

         San Pablo (¿? – 66 DC) en una de sus epístolas ya decía que debía ser castigado “qui falsis instrumentis actism espistulis, rescripts scies dolo malo usus fuerit, paena falsis coercetur.”

Suetonio (69 -126 DC) en su libro “Vida de los doce Césares” cuenta que el emperador romano Tito (79 – 81 DC) fue lo suficientemente hábil como para ser considerado el mayor falsario de su tiempo.

         El escritor hispano nacido en Calahorra, Marco Fabio Quintiliano (42 – 120 DC), en el año 88, en su obra más importante “Institutio Oratoria”, recomienda las normas a seguir para descubrir las falsificaciones. No procede aquí hacer una biografía de Quintiliano, pero sí es necesario decir que fue el más grande escritor hispano de esta época.

         Del emperador romano Constantino I el Grande (306 – 337 DC) se sabe que necesitó de los trabajos de expertos en escritura en varios asuntos de falsificaciones.

         Procopio (historiador bizantino del siglo VI), relata que Prisco de Emese, sólo fue descubierto en sus falsificaciones por su propia confesión.

         En el año 539, el emperador bizantino Justiniano en su novela 73 (las “novelas” de Justiniano son los edictos o constituciones de este emperador posteriores a su famoso código “Digesto” publicado en el año 534) hace mención a un error judicial cometido por expertos en falsificaciones.

         En su novela 44, capítulo II recomienda algunas precauciones a fin de “nom ocasionem quibusdam falsitatem committere.”

         El mismo Justiniano en su novela 49 negaba que se pudiera determinar una conclusión judicial únicamente por el examen de una prueba escrita y da medidas para asegurar la autenticidad de las piezas de comparación.

         En el derecho germánico nos encontramos en el artículo 112 de la Constitución Criminal Carolina, la tutela penal de algunos documentos.

         En el derecho italiano medieval antiguo, el delito de falsificación pierde importancia porque entra en vigor el principio “dignior est vox viva testium quam vox mortua instrumentorum.”

         El Fuero Juzgo (Código principal de los visigodos, publicado en el año 654) en el Libro VII, dedica el Título V “a los que falsean escritos” y el Título VI “a los que falsean metales”.

         Tenemos un buen ejemplo de falsificación en España en las Decretales de San Isidoro (fechadas en el año 850). No debemos confundir este San Isidoro, mártir voluntario ante los árabes, que fue decapitado en el año 856, con el más famoso San Isidoro, arzobispo de Sevilla desde el año 599.

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